De ilusión, ya no se vive. (Publicado en Mercados de El Mundo)

Escrito a las 7:27 am

El Ministro Guindos no tiene la culpa de ello. Pero la Actualización del Programa de Convergencia 2015-2018, recién aprobada por el Gobierno, le ha salido demasiado panglossiana. Pese a reconocer que hasta 2016 no recuperaremos los niveles de renta anteriores a la crisis, el mensaje es: aunque no os hayáis enterado, vivimos en el mejor de los mundos posibles y si existe otro mejor, sencillamente no es posible, al menos, todavía. De hecho, como todas las actualizaciones de todos los programas de estabilidad que han sido, desde que en 1997, por decisión de la Comisión Europea, los antiguos planes de convergencia hacia el euro se convirtieron en programas de estabilidad y crecimiento, en el euro. Documentos planos, escritos por eficientes funcionarios y publicistas sin aristas, donde cada efecto tiene su causa y todo cuadra como en un puzzle infantil. Con todos los gobiernos, en crisis, en recuperación o con burbuja, los programas de estabilidad son amnésico para los problemas, ejercicio de autocomplacencia y manual para la inacción que, eso sí, debe repetir las palabras «reformas estructurales», al menos, dos veces por página. Para los nostálgicos de los valores de la programación a medio plazo es una pena constatar, vez tras vez, cómo el único documento que realizan los gobiernos pensando a tres años se desvanece en algo parecido a aquella definición canóniga de cielo, cúmulo de todos los bienes, sin mezcla de mal alguno.

Con ello, nos perdemos lo mejor de la vida: sus paradojas. Por ejemplo, que se puede salir de la recesión sin salir de la crisis (tesis a la que vino a sumarse Guindos en entrevista reciente), que se puede reducir a la vez el paro y el empleo a tiempo completo, que es posible recortar el déficit pero a costa de aumentar la deuda pública, que puede subir más el número de cotizantes que el valor de su cotización, afectando poco al déficit de la Seguridad Social, que podemos acabar llamando pomposamente reformas estructurales a una modificación menor, de una deducción menor, de una cotización social menor o a los ejercicios cotidianos de simplificación de los procedimientos administrativos que se han efectuado toda la vida, sin propagarlo el gobierno varias veces al trimestre. Que las cosas pueden ir mejorando y, no obstante, ir haciéndose más insoportable una creciente desigualdad social.

Todavía resulta muy fácil frente al doctor Pangloss, oponer a Cacambo con su sabiduría práctica, sin que ello le otorgue siempre la razón. Prefiero no hacerlo y contentarme con una reflexión sobre los asuntos que me hubiera gustado ver en el documento elaborado por el Gobierno y sobre los que pido opinión a aquellos que desde los partidos políticos, de antes, o de ahora, pretenden conocer las recetas para acabar con el secular atraso de España en el que, según algunos, llevamos desde hace siglo y medio. Lo dividiré en dos grandes bloques.

El primero tiene que ver con empujar hacia arriba el potencial de crecimiento de nuestra economía, esa tendencia en torno a la que gira la coyuntura sin generar desequilibrios, situado hoy demasiado bajo según los pocos estudios realizados sobre el asunto. Es decir, cómo mejorar la productividad total de los factores productivos para hacer posible, a la vez, mejorar la renta per cápita del país y el empleo. Cualquier manual de economía dedica un capítulo al “¿qué hacer?” para mejorar la productividad: actuar sobre la mano de obra, mejorando su cualificación; actuar sobre el capital mediante innovación tecnológica y mejorar la función gestión empresarial. Vale. El desafío consiste en aterrizar esas generalidades a la realidad del caso de España, trazar el mapa de objetivos instrumentales, diseñar los incentivos adecuados y en la intensidad suficiente como para conseguir que los agentes económicos alineen sus decisiones en esa dirección; explicar cómo vamos a vencer las resistencias que existen y las que van a aparecer asociadas a cualquier proceso de cambio y, por último, cómo vamos a medir los avances realizados. Eso, el “¿cómo hacerlo?”, debería conformar un Programa de Estabilidad a tres años o, si a eso vamos, el programa electoral de cualquier partido con aspiraciones de incidir sobre la realidad (sociedad) y no solo sobre el voto (sus poltronas). Con una economía intensiva en capital, como la española, esa mejora de la productividad total de los factores solo será compatible con crear empleo en las tasas y ritmos necesarios, si ampliamos la oferta productiva permitiendo que existan más empresas y más actividades a la vez que promovemos el incremento en el tamaño medio de las empresas. Sería conveniente, también, que quienes por estar en el Gobierno o aspirar a él, pretenden modificar las cosas y no solo describirlas, nos explicaran cómo, en concreto, van a conseguir ambos objetivos, sabiendo que no debe de ser fácil, ya que se viene intentando desde hace tiempo.

El segundo bloque está relacionado con la necesidad de debatir, no el tamaño del Estado, sino sobre sus funciones y sobre los mejores procedimientos para cumplirlos de manera eficaz. ¿Hace nuestro estado lo que tiene que hacer, ni más, ni menos? ¿Lo hace de la mejor manera posible, dado el estado actual de la técnica? Estas preguntas no son baladí, mucho menos después de sentencias como las del Tribunal Constitucional consideran compatible la titularidad pública de un servicio, con la prestación privada del mismo en determinadas condiciones. Sólo con que nuestros ingresos tributarios fueran sometidos a las reformas propuestas en el Informe Lagares elaborado a petición del Gobierno y las principales partidas de gasto encajaran una evaluación seria sobre su eficacia, la verdadera reforma de las administraciones públicas saldría sola. Ninguna de estas cosas son fáciles de hacer (o ya las hubiera hecho alguien) y todas ellas generan oposiciones y resistencias, incluyendo las corporativas, que habrá que decir cómo se pretende vencerlas. Pero deberían de formar parte de cualquier Programa a medio plazo, sea del Gobierno o de quienes aspiran a estar en el Gobierno. Porque de ilusión, ya no se vive. Ni tampoco se gana elecciones.

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