Hacer tortilla sin romper los huevos.

Escrito a las 12:38 pm

A veces, evitar un fracaso, se considera un éxito. Es lo que ha pasado en la reciente Cumbre del Clima de Poznan que preparaba el Acuerdo de Naciones Unidas que sustituirá, a partir de 2012, al Convenio de Kyoto y que se deberá concluir a finales del próximo año en una nueva reunión de las partes en Copenhague. Se han producido pequeños, aunque importantes, avances en el compromiso de lucha contra un cambio climático cuyo adelanto ya está aquí en forma de 25 millones de refugiados a nivel mundial como consecuencia de sequías, inundaciones, tornados y otras catástrofes de magnitud y frecuencia desconocidas, identificables con factores medioambientales.


La Unión Europea ha mantenido en Poznan su decisión de alcanzar en 2020 una reducción de emisiones de efectos invernadero del 20%, incrementando el uso de energías renovables hasta un 20%. Mientras, países emergentes como China, México, India o Brasil se comprometían, por vez primera, a seguir contaminando, pero un poco menos, a cambio de recibir ayuda económica y tecnológica de los países desarrollados. Y todos, todos, esperan que Obama, con su compromiso nacional –el Green Deal ya lanzado– se sume al esfuerzo colectivo, venciendo reticencias de la anterior administración republicana, con demasiadas vinculaciones con el sector petrolífero. ¿Dónde está pues la duda, la reserva, el resquemor?

En que la experiencia, las concesiones internas que se han hecho para alcanzar este acuerdo histórico y los ritmos fijados en el mismo plantean la duda razonable de que no llegaremos. De que, a pesar de todo, no seremos capaces de reducir las emisiones de CO2 con la suficiente rapidez y contundencia como para evitar algunos de los peores escenarios de amenaza para grandes zonas del planeta. Y, además, de que la inmensa mayoría de los países no tendrán recursos y capacidades suficientes para adaptarse convenientemente a esos devastadores efectos.
El amplio consenso existente entre los científicos ante el cambio climático no parece darse entre nuestros responsables políticos mundiales. Por ello, tendremos que negociar un Acuerdo poskioto sin haber cumplido los compromisos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero establecidos en Kioto. Y si esto es así, nos enfrentamos a tres de los principales problemas actuales de la humanidad: su incapacidad para articular respuestas eficientes para desafíos vitales de alcance global; en segundo lugar, una excesiva ponderación del corto plazo que reduce los incentivos para hacer esfuerzos ahora en busca de mayores beneficios (o menores costes) más tarde y, en tercer lugar, un aparentar que se hace algo, para transmitir confianza televisiva a los ciudadanos aunque, en realidad, lo que se hace luego sea mucho menos.
La disparidad entre la magnitud de los desafíos y la limitada ambición de nuestras respuestas lo hemos visto, también, con la crisis financiera. Frente a problemas globales, resulta ridículo buscar únicamente soluciones nacionales.
Si, por las razones que sean, preferimos seguir manteniendo el Estado-nación como referencia central de nuestra actuación política en lugar de avanzar hacia la constitución de un verdadero Gobierno mundial democrático deberíamos, por lo menos, establecer bien las reglas del juego cooperativo entre países para que nos permitan trabajar juntos en la resolución de problemas que ninguno puede resolver por sí solo. La existencia de la Unión Europea y el mantenimiento de Naciones Unidas abre esperanzas sobre este punto, aunque todavía estamos muy lejos de saber hacerlo con la suficiente eficacia como para estar a la altura de los retos que tenemos.
En este sentido, las excesivas concesiones internas a la industria europea, alargando el plazo de entrada en vigor de la propuesta de la Comisión para que paguen por los derechos de emisión, o a los nuevos socios comunitarios permitiéndoles mantener el uso exagerado del carbón, sin duda han sido necesarias para alcanzar un acuerdo. Pero le coloca a éste un gran peso en las alas de su credibilidad.
Resulta curioso cómo el tradicional principio de que el que contamina, paga no se quiere aplicar aquí. Ninguna empresa europea puede lanzar libremente vertidos tóxicos a un río y todas han adaptado ya sus procesos productivos a este hecho sin merma de competitividad. Sin embargo, ninguna quiere internalizar el coste de emitir dióxido de carbono, pagando por los derechos, a pesar del constatable efecto invernadero que provoca. Las referencias a la crisis económica o a los riesgos de deslocalización sólo pueden entenderse, ante un problema como éste, o bien como presión para trasladar el coste a otro, o bien, como prueba de que, en realidad, no se acaban de creer las previsiones científicas sobre las causas del cambio climático y sus terribles consecuencias.
Y aquí entra la mencionada preferencia por el presente sobre el futuro. Combatir, de verdad, con eficiencia e impacto adecuado, el cambio climático provocado por la acción del ser humano en los últimos 200 años exige introducir algunas modificaciones importantes en nuestro modelo productivo, tecnológico, de consumo e incluso de vida. Si de verdad queremos evitar que la temperatura del Planeta suba más de dos grados adicionales en las próximas décadas con efectos devastadores sobre el PIB y sobre la población mundial equivalentes a una gran guerra mundial, algunos esfuerzos tendremos que hacer ahora que aún estamos a tiempo.
Esfuerzos y sacrificios que deben de tener la intensidad suficiente como para producir el efecto que se desea. Sobre todo cuando, como es el caso, hacer menos invalida la eficacia de la acción respecto al objetivo perseguido. En asuntos donde la dosis y el tiempo son fundamentales, como los antibióticos, reducir la cantidad o alterar los plazos convierte en dudoso el tratamiento o nos lleva a escenarios distintos, con mayor incremento en la temperatura mundial y con sus correspondientes peores impactos sobre vidas y haciendas.

Estamos haciendo lo posible. Sin duda. Pero cuando necesitamos hacer lo necesario, hacer lo posible puede no ser suficiente para evitar que millones de personas pierdan sus vidas o sus hogares debido al cambio climático, mientras otros no han querido sufrir una pérdida económica menor. Todavía nos queda Copenhague. Pero sin romper huevos, no hay tortilla.

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