Piedra, papel, tijera

Escrito a las 8:00 am

Volvemos a vivir una situación económica compleja que se puede explicar como la suma de inflación al alza y crecimiento a la baja. Esas variables dibujan, al cruzarse, una especie de tijera (como se observa en el gráfico) que, de seguir abriéndose, pueden acabar en estanflación es decir, un momento que conjuga dos males, inflación y estancamiento.

Hasta mediados de los años setenta del siglo pasado, lo que decían los libros de economía era que inflación y crecimiento eran variables que se movían en el mismo sentido. El nivel general de precios subía como consecuencia de una actividad económica mantenida por encima de la capacidad de producción en un momento dado y, en sentido contrario, para reducir la inflación había que enfriar ese crecimiento pujante.

La primera ruptura de esa causalidad se produjo cuando el precio de un bien básico como el petróleo experimentó un incremento brusco e intenso. Dicha subida no debería haber representado nada más que un cambio en los precios relativos sin impacto directo sobre la inflación, pero bien pronto se comprobó que los agentes económicos y sociales aprovechaban el cambio de precios derivado del alza del petróleo para evitar perder posiciones relativas trasladando a otros sus mayores costes. Así, no sólo los salarios sino las tarifas, precios públicos y otros en sectores poco expuestos a la competencia subieron para intentar mantener su posición, lo que derivó en una inflación que coexistió con el empobrecimiento derivado de tener que pagar más por la misma cantidad de un bien energético importado.

Las tijeras que combinan una inflación al alza y un crecimiento a la baja no han sido frecuentes desde entonces. Las volvimos a tener a principios del 2000, de nuevo como consecuencia de otro alza del petróleo, y las tenemos ahora si bien con una intensidad en nada comparable a la de hace treinta años.

La inflación actual (que ronda el 5%) descenderá cuando empiece a consolidarse la caída del precio del barril de petróleo y otras materias primas. Mientras tanto, poco pueden hacer los Gobiernos nacionales para controlarla ya que lo más efectivo a corto plazo es la política monetaria que, en nuestro caso, está en manos de un Banco Central Europeo, que puede proceder a una nueva subida de tipos de aquí a fin de año. Flexibilizar mercados, moderar las subidas de ta-rifas y controlar el gasto público, serían tres cosas que deben acompañar desde las autoridades nacionales para combatir la inflación. Aunque lo más relevante es favorecer un diálogo social que evite la inflación de segunda ronda, aquella en la que salarios y beneficios intentan no perder posiciones y se lanzan a una espiral alcista suicida.

Para hacer frente a la desaceleración del crecimiento, que se situará en el entorno del 1,5%, hay dos cosas que hacer: intervenir de manera selectiva sobre aquellas cosas que, teniendo impacto real, ayuden al conjunto por encima de los particulares; y dejar actuar a los estabiliza-dores automáticos sin recortes ni cortapisas, sobre todo porque la magnitud previsible de los problemas no es tanta como para hacer temer por la solvencia de ninguno de los esquemas establecidos.

La bajada de impuestos y el control del gasto público han estado esta semana en el frontis picio del debate político en torno al qué hacer en política económica. Existen muchas dudas entre los expertos sobre el impacto macroeconómico a corto plazo de las rebajas impositivas se-lectivas. No quiere esto decir que no sean útiles, sino que el tiempo necesario hasta que actúan y lo tenue de su repercusión sobre las grandes variables económicas, las convierten en instrumentos poco adecuados para lo coyuntural.
 
Para impactar de manera positiva y rápida sobre el crecimiento económico, lo mejor es el viejo gasto público de toda la vida. Nada inyecta recursos a la economía de manera tan directa e inmediata como el sector público cuando decide gastar. Y no tiene por qué ser a lo loco o sin límite, pero mantener un determinado ritmo de crecimiento del gasto público sigue siendo una de las mejores recetas anticrisis que existen, junto con una bajada general del impuesto sobre la renta. Ambas cosas, añadidas a los estabilizado-res automáticos, hacen subir el déficit público. Pero este es el precio a pagar por intentar ayudar a salir cuanto antes del bache.

Casi todos los partidos parlamentarios españoles están hoy de acuerdo en medidas que rebajen impuestos. El Gobierno ha aprobado los 400 euros y la reforma del Impuesto de Sociedades. Otros querrían ir un poco más lejos en ambos, incluir mayores deducciones para la vivienda y, si acaso, rebajar también cotizaciones de la Seguridad Social. Son asuntos que se pueden discutir y cuyos efectos y costes se pueden medir.

Por su parte, se acaba de aprobar en el Parlamento un modesto crecimiento del 5% en el gasto presupuestario estatal para el próximo año. Eso significa una casi congelación en términos rea-les. El PP lo ha criticado porque propone un crecimiento todavía menor, del 2%, lo que significaría un crecimiento del gasto público de 4.500 millones de euros me-nos que el aprobado por el Gobierno. Cuando hablamos de un total que supera los 160.000 millones, ¿esa cantidad es realmente la diferencia entre austeridad y despilfarro? Por último, casi todos se han mostrado de acuerdo en que el sector público no intervenga de manera discrecional en defensa de intereses empresariales concretos, así como en que el ICO ayude a financiar poco más que vivienda en alquiler y de protección oficial.

Visto lo visto, no da la impresión de que los patrones de política económica propuestos por los distintos partidos para hacer frente a la crisis estén tan alejados como para impedir un diálogo con voluntad de llegar a acuerdos que, de alcanzarse, ayudarían a insuflar más seguridad y confianza, a reforzar los pactos a que lleguen los propios agentes económicos y, sobre todo, a acortar la vida de esas tijeras que tanto nos perjudican. ¿No merece la pena intentarlo durante el próximo debate presupuestario?

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