Rajoy parece tener una relación ambivalente con la Constitución en vigor en España. Por una parte, se muestra firme defensor de la misma a la hora de hacer frente al problema catalán y, por ello, partidario de no tocarla ni de adecuar su contenido a las nuevas realidades de la España de hoy. Por otra, interpreta de manera peculiar artículos de la misma como los referidos a las obligaciones del candidato a la investidura. Diríamos que Rajoy tiene “su interpretación” personal de la Constitución de todos e intenta que la realidad se adapte a la misma, en lugar de ajustarse él a la interpretación más común y compartida. Un ejemplo, la respuesta a quién debe ser elegido Presidente del Gobierno.
El pensamiento conservador español, cuando ha sido democrático, siempre ha defendido la idea de que debe gobernar “la lista más votada”. Es decir, que basta con obtener más votos ciudadanos que cualquier otra candidatura electoral, para ser nombrado alcalde… o presidente del gobierno. Bien. Es una opción, como hay otras igualmente merecedoras de estudio. El problema es que es incompatible con la letra y con el espíritu de nuestra Constitución del 78. En ese sentido, lo que defiende Rajoy sería tan inconstitucional como defender, por ejemplo, un referéndum soberanista en cualquier parte del territorio nacional.
Nuestra Constitución no deja que gobierne la lista más votada, salvo que haya obtenido mayoría absoluta en la traslación de votos a escaños. Y no es un capricho: desde la perspectiva de la transición de una dictadura a una democracia pero, también, desde la experiencia comparada, se intentaba favorecer la gobernabilidad del país mediante un Gobierno que tuviese la mayoría parlamentaria suficiente como para sacar adelante sus proyectos y leyes, de manera destacada, los presupuestos. La idea es muy sencilla: no basta con ser investido, hay serlo con los apoyos suficientes como para poder gobernar, sin someter al nuevo gobierno y al país a una inestabilidad excesiva.
Para favorecer la gobernabilidad y evitar la inestabilidad, establece dos cautelas: primera, el Presidente del Gobierno es elegido por el Congreso de los Diputados y no directamente por los ciudadanos (régimen parlamentario) y, segunda, esa elección debe hacerse mediante una mayoría parlamentaria “suficiente” que pueda, razonablemente, garantizar posteriores apoyos de legislatura. Esto es claro en el caso de tener mayoría absoluta o, en todo caso, obteniendo el candidato más votos a favor que en contra. Como vemos, en ninguna circunstancia, el criterio para nombrar presidente del Gobierno es la lista más votada que solo se convierte en dato muy importante en la medida en que ser más votado que otros, suele proporcionar más diputados. Con ello, la Constitución señala como obligatorio, como en tantos otros preceptos, el camino de la negociación, del acuerdo, del pacto entre partidos parlamentarios como instrumento imprescindible para garantizar la gobernabilidad en los casos en que no haya mayoría absoluta.
Desde las primeras elecciones democráticas, todos, repito, todos los Presidentes del Gobierno (Suárez, Calvo Sotelo, González, Aznar, Zapatero) se han enfrentado en algún momento al trance de defender su candidatura sin una mayoría absoluta en el Congreso. Y todos lo han conseguido sin necesidad del apoyo del primer grupo de la oposición y alternativa natural, sino negociando y cediendo con otros grupos parlamentarios presentes en la Cámara (recordemos cómo Aznar aprendió, en dos tardes, a hablar catalán en la intimidad para conseguir los votos del grupo de Pujol, ademas de ceder el 30% del IRPF cuando se había opuesto virulentamente a una cesión del 15%).
Por tanto, cuando Rajoy pretende ahora ser elegido Presidente del Gobierno mediante la abstención del PSOE, que sigue siendo el primer partido de la oposición, está contraviniendo lo que ha ocurrido durante nuestra democracia, sentando un precedente “extraño”, a contracorriente de cuáles han sido las relaciones entre ambos partidos que él mismo impuso cuando, como líder de la oposición, se negó a negociar con el Gobierno socialista asuntos tan importantes para España como la reforma del Estatut de Cataluña o el paquete de ajustes de 2010 que evitaron la intervención europea que él, luego, no supo evitar en 2012. Pero cuando, además, pretende hacerlo sin negociaciones, ni cesiones conocidas, está contraviniendo el espíritu pactista de la Constitución y el sentido común, aunque haga reconocible al Rajoy que rompió el pacto antiterrorista con el Gobierno que estaba consiguiendo el fin de la violencia de ETA.
Ese mismo Rajoy, incapaz de hacer una “oposición útil” como la que ahora reclama a otros, acostumbrado con los años a anteponer sus intereses personales y de partido a los intereses generales del país, el mismo que no asume responsabilidades políticas por los numerosos casos de corrupción conocidos, es el que pide ahora que los demás grupos parlamentarios le den la presidencia del gobierno vulnerando, incluso, el espíritu negociador constitucional y, a pesar de que todos ellos han hecho campaña electoral con un claro “Rajoy, no”, por las duras e injustas políticas aplicadas bajo su mandato y por ser el Presidente de un Partido que está llenando los tribunales de justicia con sus casos y tramas de corrupción.
Es cierto que hay importantes rasgos novedosos en el panorama político español que hacen de este, un momento diferente a cualquiera anterior: nunca el primer grupo parlamentario había tenido tan pocos diputados (137/350). Nunca habíamos tenido tan repartida la representación de los ciudadanos al pasar de un bipartidismo imperfecto a cuatro grandes grupos más otros minoritarios. Y nunca los socios tradicionales de cualquier gobierno en minoría habían dado el paso hacia el independentismo que han dado CiU y ERC lo que les sitúa peligrosamente fuera del sistema. Pero, nunca hasta ahora, tampoco, habíamos tenido un candidato con los niveles de rechazo que genera Rajoy y tan incapaz, al parecer, de llegar a acuerdos con nadie.
En ese contexto, no previsto por los constituyentes, tal vez fuera necesario revisar los preceptos legales cuando ningún candidato consigue sumar los apoyos previstos (más votos parlamentarios a favor, que en contra) después de, por ejemplo, dos convocatorias electorales (que reflejarían, también, una importante fractura del cuerpo electoral). Pero, en ese caso, sería más acorde con la Constitución abrir la puerta a aquel candidato que haya sido capaz de aglutinar tras su candidatura a un mayor número de diputados, sea el de la lista más votada, o no. Porque al Presidente del Gobierno lo eligen los parlamentarios y no directamente los ciudadanos hasta el punto de que nuestra Constitución permite ser Presidente del Gobierno a una persona que no se haya presentado a las elecciones, pero no a uno que no haya obtenido el apoyo mayoritario del Congreso de los Diputados.
A Rajoy, según nuestra Constitución, para ser Presidente, no le basta con haber encabezado la lista más votada. Tiene que negociar y conseguir el apoyo parlamentario que le falta. Y si no lo consigue, también puede renunciar a ser candidato y que el PP presente otro candidato que sea capaz de garantizar esa gobernabilidad que Rajoy, parece, no puede garantizar.