Capitalismo con rostro humano. (Publicado en Mercados de El Mundo)

Escrito a las 10:37 am

En una lectura de este verano encontré la siguiente frase: “todos debemos cargar con la responsabilidad de proteger el capitalismo de los vándalos éticos”. El autor, (G. Hamel, “Lo que ahora importa”, Deusto) definido como el gurú de management más influyente del mundo, reflexiona luego sobre Adam Smith para concluir que “el interés propio funciona sólo en la medida en que exista un vaso ético de contención”.

Seguramente, hubiera dejado pasar un asunto que me llevaba a las clases de Ernest Lluch en la Facultad de Valencia donde abordamos la eventual contradicción entre la concepción de la armonía social expresada por Smith en su “Teoría de los Sentimientos Morales”(basada en la empatía) y en la “Riqueza de las Naciones” (fundada en el interés propio), si no hubiera sido por otras noticias de actualidad vinculadas a efectos negativos de seguir sólo intereses egoístas: la citación por parte de la fiscalía de Nueva York a responsables de siete bancos sobre prácticas presuntamente delictivas para manipular el LIBOR y la publicación del informe del Parlamento Británico sobre el mismo asunto.

Así, pues, para empezar un curso complicado donde los valores morales no deben estar ajenos a los recortes presupuestarios, les propongo recurrir al aforismo de que nada más práctico que una buena teoría. Seremos hoy prácticos y hablaremos de teoría.

Demasiadas veces se ha citado la frase de Smith, “No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios, sino su egoísmo” junto a su idea de que “al perseguir su propio interés, el individuo es conducido por una mano invisible a promover el interés público, aún sin proponérselo” como para intentar disimular su postura. Sin embargo, el pensamiento de Smith es mucho más complejo y matizado, por lo que su defensa del interés propio como nuevo monarca que debe lograr el bienestar colectivo se ha deformado por la vulgarización. Ya Keynes, un economista poco sospechoso de antisistema, dijo en 1926 que esta idea se deducía más “de la defensa que hizo Smith del viejo sistema teísta de la libertad natural que de cualquier proposición de la propia economía”. Sobre todo, cuando esa “mano invisible” se describió mediante un modelo irreal de competencia perfecta “que se ofrece a los principiantes porque es lo más simple, no porque sea lo más próximo a los hechos”. Sería algo así como suponer que todo el mundo cumple los Diez Mandamientos de Moisés, e intentar extraer conclusiones prácticas de ello.

 Smith parecía ser consciente del problema cuando escribió, también, que “rara vez se junta gente ocupada en la misma profesión u oficio, sin que la conversación gire en torno a una conspiración contra el público o alguna maquinación para subir los precios” señalando con ello que, en la realidad, con demasiada frecuencia, siguiendo el interés propio, se consigue conspirar contra el interés común. La mano invisible (competencia perfecta) no sería, así, fruto espontáneo del libre dejar hacer.

¿Cómo se construye el bienestar social  si no puede ser a partir del egoísmo de los intereses propios porque el mecanismo ideal de libre mercado se encuentra gripado? La primera respuesta la teorizó el citado Keynes: ante los fallos de una economía de mercado capaz de funcionar con paro masivo o desigualdades sociales tan inevitables (Marx) como inaceptables, recurramos a un agente social que actúe guiado por una lógica diferente asentada en su monopolio reconocido de la violencia, los impuestos y la emisión de dinero, es decir, el Estado. Se sustituye, con ello, la parábola de la mano invisible por una visible mano interventora del Estado que refrena, conduce, estimula y sanciona al interés privado para hacerlo encajar con lo que, en cada momento, la democracia decide que es el interés general.

Este paradigma, un capitalismo egoísta reconvertido por normas,  impuestos y gasto público, fue una respuesta a la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado (las otras fueron el nazismo y el comunismo soviético) y nos ha proporcionado, en Europa, varias décadas de bienestar hasta que, también él, ha entrado en dificultades al cambiar algunos de los parámetros claves que le permitían funcionar. Y, ahora, ¿qué? ¿Cuál debe ser la nueva respuesta a la Gran Recesión de principios del siglo XXI? No veo en el horizonte actual alternativas sistémicas practicables como representó en el siglo pasado el fracasado comunismo soviético. No hablo de propuestas, o teorías, sobre otros modelos económicos más o menos deseables, que hay muchas, sino de alguna capaz de aglutinar fuerza social suficiente como para dar la vuelta totalmente a lo existente. Tampoco lo encontraremos regresando allí donde surgió el problema: en una creencia, no racional, en las fuerzas equilibradoras de un libre mercado que solo existe en los manuales. ¿Entonces?

Paradójicamente, puede que encontremos la respuesta volviendo a Adam Smith. Pero no al economista, sino al moralista que señala en la empatía, en la capacidad de ponernos en el lugar del otro para simpatizar con sus razones, un instinto humano natural que permite juzgar y, por tanto, controlar, las consecuencias no deseables de seguir nuestro propio interés. Sujetar, en el ámbito de los negocios, el egoísmo recurriendo a principios morales podría configurar un capitalismo con rostro humano donde, junto a prácticas efectivas de Buen gobierno corporativo y una Responsabilidad Social Empresarial que oriente la acción y no solo el márketing, se adjunte una reforma sustancial de todo lo público que haga compatible lo eficaz, con lo equitativo. En 1968, la pretensión del líder comunista checoeslovaco Dubcek de reformar el socialismo realmente existente hacia un “socialismo con rostro humano”, fue aplastada por los tanques soviéticos. Tres décadas de sufrimiento más tarde, el mismo sistema comunista que se negó a cambiar, se derrumbó como un castillo de naipes. Convendría aprender algunas lecciones de la historia. Y si ya sabemos que el “vandalismo ético” es socialmente corrosivo, aunque esté guiado por el interés personal de algunos gestores, la solución no puede trasladarse en exclusiva al ámbito legal.

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