Incentivos, no factores culturales. (Publicado en Mercados de El Mundo)

Escrito a las 12:31 pm

Con demasiada frecuencia decimos que en España, a diferencia de otros países, ser propietario de la vivienda, que los jóvenes estudien en la Universidad en vez de hacer formación profesional o el elevado fraude fiscal existente, forman parte de nuestra cultura como país, de una especie de “alma nacional” que nos hace ser como somos, sin apenas posibilidad de cambiar, sobre todo si lo intentamos por la vía de la persuasión.  De la misma manera, asuntos como fomentar el transporte de mercancías por ferrocarril, reformar la administración, incrementar la contratación laboral indefinida, reducir el fracaso escolar o conseguir que la innovación forme parte del sistema empresarial, son objetivos de los que hablamos y hablamos desde hace décadas, sin haber sido capaces de conseguirlos por razones que suelen explicarse con argumentos resignados del tipo de que “somos así”.

El asunto me parece de la máxima importancia ya que, cada vez más, el desigual desempeño económico entre países se fundamenta en su capacidad para hacer aquellas cosas sobre las que existe amplio consenso respecto a que “tienen que hacerse”, siendo el verdadero problema de la gestión pública (y también de la privada) el conseguir hacerlo, de verdad, en vez de seguir repitiéndolo como aspiración. En este sentido, nuestro principal problema colectivo no es descubrir “qué” tenemos que hacer, sino saber “cómo” hacerlo, aglutinando a todas las fuerzas necesarias para vencer las resistencias que todo cambio conlleva. Por eso, efectuar declaraciones de intenciones, redactar programas electorales o aprobar leyes, es la parte fácil (y retórica) del cambio. Lo difícil es conseguir llevarlo a la práctica, en la realidad, para que surtan el efecto benéfico que sus promotores auguran.

Por ello, defenderé mediante ejemplos, que algo tan fundamental como la gestión del cambio desde la acción colectiva tiene que ver, no con la cultura, las costumbres o la idiosincrasia nacional, sino con los incentivos  puestos en marcha, o no, para modificar una conducta humana subyacente que, (casi) siempre, es racional y ajustada a dichos incentivos. Empecemos: desde  1978, han existido en España poderosos incentivos fiscales para la compra de vivienda, facilidades crediticias para ello (nuestro sistema hipotecario, más allá de problemas como los detectados recientemente, ha sido altamente eficiente) y, además, la vivienda se ha revalorizado, incluso antes de la burbuja especulativa, mucho más que otros activos competitivos. Ello ha formado una tripleta de incentivos, diferencial con otros países, y sostenida durante mucho tiempo que ha dado un resultado claro: si por el precio del alquiler se pagaba una hipoteca y, a la vez, la revalorización del piso más la ayuda fiscal eran íntegras para el adquirente, lo racional (y lo rentable) era comprar una vivienda. No se trata, pues, de razones culturales sino de incentivos sostenidos lo que ha provocado en España, comparado con Europa, una proporción de viviendas en propiedad muy superior al alquiler.

Algo similar sucede con el elevado porcentaje de estudiantes universitarios que tenemos y la escasa relevancia, comparativa, de titulados en formación profesional. Durante décadas, hemos ido creando universidades por todo el país, ocupándolas a base de rebajar mucho los requisitos académicos de acceso (el 85% de los presentados superan las pruebas) y manteniendo las matriculas muy por debajo del coste efectivo del alumnado. Además, los graduados universitarios encontraban trabajo antes y con mayores sueldos que quienes no habían pasado por la enseñanza superior (otra cosa es que fuera por debajo de su cualificación). En esas condiciones, lo racional, además de otras consideraciones sobre lo deseable del saber frente a la incultura etc, es estudiar en la universidad en lugar de hacer una formación profesional, a diferencia de lo que ocurre en otros países donde, otros incentivos, distribuyen al alumnado de otra forma.

Ignoro, por último, si el volumen de fraude fiscal en España es superior o no al de otros países de nuestro entorno. En todo caso, no podemos abordarlo como si fuera un problema de escasa conciencia ciudadana o de egoísmos patrios. El fraude depende de tres factores: la accesibilidad para cometerlo; la importancia de la sanción si te descubren y la probabilidad percibida de que el sistema te descubra. Si en las últimas décadas nadie ha permanecido en prisión por un delito de fraude fiscal, e incluso hemos tenido alguna amnistía reciente, no podemos seguir diciendo que es que somos así, sin reconocer que los incentivos están puestos para favorecer determinado comportamiento y no otro.

Un análisis similar se puede hacer de aquellas reformas cuya bondad venimos defendiendo todos desde hace décadas, pero nadie ha sido capaz de llevarlas a cabo. No es un problema de ignorancia o incompetencia, es que los incentivos existente nos llevan adonde estamos, con independencia de lo que digamos con mayor o menor énfasis. Por ejemplo, si todos defendemos la bondad de incentivar el transporte de mercancías por ferrocarril, ¿por qué no somos capaces de hacerlo? La respuesta puede ser prolija, pero simplifico: para ser rentable, los ferrocarriles de mercancías deben de ser mucho más largos que los actuales (más vagones por cada máquina y viaje). Tanto, que no caben en las actuales estaciones por lo que deberían ser reformadas totalmente mediante una cuantiosa inversión, sin duda, menos provechosa, electoralmente, que invertir en el AVE. Por eso tenemos AVE y no largos trenes de mercancías.

Sirva este caso, extensible a otros similares, para ilustrar la tesis que he querido defender: muchos de los graves problemas que nos bloquean como país solo se resuelven si se consigue modificar aquellos incentivos que justifican unas actuaciones individualmente racionales (beneficiosas) pero que provocan grandes perjuicios colectivos, buscando implantar otro conjunto distinto de incentivos capaces de estimular, con el tiempo, dinámicas diferentes por parte de los agentes económicos que confluyan en un resultado colectivo superior. Sabiendo que detrás de cada incentivo, como detrás de cada deducción fiscal, hay un activo grupo de interés que tiende a proteger ese statu quo del que se beneficia. A remover estos obstáculos debería orientarse la Política, con mayúscula, ya que el “laisser-faire”,  tampoco lo consigue.

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