Thatcher no es el Cid. (Publicado en Mercados de El Mundo)

Escrito a las 10:58 am

El origen de las diferencias ideológicas entre un liberal y un socialdemócrata, está en la respuesta a dos preguntas: ¿existe una cosa llamada sociedad? ¿aceptamos que la familia en que se nace determine totalmente la vida de una persona? Thatcher contestaría, no a lo primero y si a lo segundo, mientras que alguien como yo, responde justo al revés.

            Margaret Thatcher hizo famosa la frase “la sociedad, no existe, solo hay individuos viviendo juntos”, aunque en Malvinas y frente a la UE actuó desde el concepto colectivo de nación. De creer, o no, que el “todo” (sociedad) es más que la suma de sus “partes” (individuos) se derivan dos visiones de la política. Si la sociedad no existe como realidad específica, entonces no hay problemas de agrupación de las preferencias individuales, ni existe demanda agregada, ni multiplicador del gasto público, ni el dilema del prisionero que muestra como individuos aislados persiguiendo sus propios intereses, alcanzan un resultado malo para todos en contra de esa ¨mano invisible” que, supuestamente, orienta la actuación libre de los individuos llevándoles al mejor resultado posible, reduciéndola a un caso teórico que se da pocas veces en la práctica porque los supuestos necesarios adolecen de una tremenda falta de realismo. Si la sociedad no existe, solo es necesario un “estado mínimo” que permita el libre funcionamiento de la iniciativa privada individual, ya que cualquier otra fórmula de organización social conduciría a un resultado peor para todos.

Por el contrario, si la sociedad existe, es decir, si la interacción múltiple y continuada entre individuos con características comunes, construye una realidad colectiva (lo público) diferenciada respecto a la mera adición de las acciones individuales (lo privado), si el grupo, la masa, reacciona de manera distinta a los individuos, entonces necesitamos establecer reglas propias de conducta para esa sociedad y un encargado de hacerlas cumplir, llamado Estado, que al poseer el monopolio de la violencia, de la emisión de moneda y de la implantación de impuestos, se dota de una función específica que no tienen los individuos, por lo que su actuación tiene que ser diferente (no debe actuar “como un padre de familia”).  Además, si el grupo funciona con reglas propias (acción colectiva), distintas de las que regulan el funcionamiento de sus componentes individuales, entonces el “laisser-faire” ya no garantiza el mejor resultado colectivo posible, como advirtió el propio Adam Smith cuando señaló que cinco empresarios reunidos en secreto, encontrarían la manera de atentar contra el interés común. Por eso, hacen falta reglas, normas, supervisión, sanciones, es decir, intervención pública.

La segunda pregunta no es menos importante: ¿aceptamos que algo no elegido, como la familia en que se nace, sea lo más determinante para la vida de las personas (raza, idioma, religión, nivel social etc.)? Parece claro que una sociedad feudal, donde los privilegios no solo existen, sino que determinan la posición social y se heredan como los títulos nobiliarios o las tierras, se fundamente en esa desigualdad de origen atribuida, en muchos casos, a “voluntad divina”. Pero, ¿es moralmente aceptable en una sociedad burguesa, liberal, post revolución francesa, donde se encuentra vigente la Carta de Derechos Humanos de la ONU? Es cierto que allí se habla de nacer libre e iguales “en derechos” pero, ¿hasta qué punto, como señala un liberal como Rawls, se puede ser realmente libre sin las condiciones que hacen posible, mediante un mínimo de igualdad material, esa libertad teórica?

Fíjense que hablo de garantizar una deseable igualdad de oportunidades en el inicio, en absoluto de una imposible igualdad de resultados al final. Cada cuál debe poder aportar según sus capacidades, obteniendo retribuciones acordes. Pero si la vida de un individuo transcurre atendiendo no sólo a su capacidad y esfuerzo personales sino a condiciones de nacimiento de los que no es responsable (racismo, sexismo etc) o a restricciones/ beneficios económicos familiares de las que tampoco es responsable, pero que limitan/potencian efectivamente el desarrollo de sus capacidades y su libertad de elección, entonces el mérito y el esfuerzo individual, salvo en contadas excepciones, no serán los vectores que determinen su resultado, sino que este se encontrará mayormente determinado por la situación, no elegida, de su nacimiento. En ese caso, al no tener todos los individuos la posibilidad real de desarrollar plenamente sus capacidades potenciales (A. Sen), la sociedad como un todo también saldrá perjudicada. Es decir, las consecuencias del privilegio heredado serán una pérdida, una injusticia, tanto para el individuo desfavorecido, como para la sociedad. En este caso, estará justificada la intervención de la colectividad a través del Estado para remover los obstáculos sociales, es decir, artificiales, a la efectiva libertad individual de origen mediante dos tipos complementarios de actuaciones: reduciendo el abanico de las desigualdades heredadas, a través de un sistema impositivo progresivo y fomentando políticas activas compensatorias como la educación gratuita, las becas o la asistencia social a la infancia. En definitiva, si la carrera competitiva por la vida está trucada desde el principio por excesivos privilegios heredados, no ganados por cada individuo, el discurso liberal del mérito, la capacidad y el esfuerzo como principal medida del éxito personal, se encuentra trufado de postulados aristocráticos conservadores, pero no liberales.

            Solo quienes acepten que la sociedad no existe y que toda desigualdad individual, incluida la de origen, es inevitable, pueden decir que el estado es el problema y el mercado la solución. Para quienes pensamos que la sociedad existe y se puede organizar entorno a principios racionales de justicia que potencien la capacidad real de elección para todos, entonces el mercado imperfecto debe ser corregido por un estado, aunque este también tenga imperfecciones.

 Según el reciente estudio internacional de la Fundación BBVA sobre valores y actitudes, la media actual de acuerdo entre europeos respecto a que el Estado tenga un papel muy activo en el control de la economía, está cercana a los 7 puntos sobre 10, con Reino Unido (y España) por encima de esa media. No parece, pues, que Thatcher gane batallas tras su abandono del gobierno.

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