Si vamos de nuevo a las urnas, los ciudadanos sabrán que dos partidos han intentado ofrecer soluciones desde la negociación y el pacto, mientras que otros dos se han enrocado en la vieja política de la confrontación y la intransigencia.
Parece que se ha perdido una oportunidad para el cambio en España. Para el cambio de Gobierno y de las políticas regresivas llevadas a cabo por el PP pero, también, para el cambio en la forma de hacer política, abandonando la confrontación partidista sistemática en favor de la negociación, del diálogo y del acuerdo. Los viejos demonios de la intransigencia y del sectarismo han impedido que avanzara mediante “la vía de 199” diputados un Gobierno de progreso apoyado por los tres grandes partidos del cambio, que impulsara 250 medidas urgentes, o más, de reforma económica, social y democrática que demandan una amplia mayoría de ciudadanos y que hubieran representado un giro trascendental en nuestro país: desde un plan de emergencia social, hasta la reforma de la ley electoral y del reglamento del Congreso, pasando por recuperar la inversión en sanidad, dependencia y educación o una reforma fiscal para que pague más quien mas tiene, o medidas de choque para crear empleo en colectivos vulnerables. Pero también, se ha perdido una oportunidad para abordar una reforma de la Constitución que incluyera una solución al nuevo problema territorial desde una mayoría parlamentaria tan amplia que hubiera hecho imposible la tentación de veto desde un PP en una oposición obstruccionista.
Esta es una legislatura excepcional, que requiere soluciones excepcionales, más allá de la aritmética parlamentaria. Es excepcional la presencia de 109 diputados de dos partidos que se presentaban por primera vez a unas elecciones nacionales. Es excepcional que el líder de la primera fuerza parlamentaria renunciase, por dos veces, a intentar formar Gobierno. Es excepcional que ninguno de los dos bloques de la política tradicional, izquierda y derecha, sumase una mayoría suficiente. Es excepcional que el primer partido del país esté inmerso en tan elevado y extendido número de casos judiciales por corrupción. Es excepcional el profundo y extenso malestar social, tras una profunda crisis económica y cinco años de políticas conservadoras que han agudizado la desigualdad y suprimido los horizontes de mejora para amplias capas de la población, sobre todo los jóvenes.
Por todo ello, ha sido excepcional que dos fuerzas de perfiles diferentes (una de centroderecha, otra de izquierda; una nueva, otra centenaria; una sin experiencia de gobierno, otra con larga experiencia gubernamental) hayan buscado y conseguido aproximar posiciones hasta pactar un acuerdo con medidas para un Gobierno transversal, inequívocamente reformista y de progreso, que se basa, precisamente, en la superación de la vieja política de bloques ideológicos y su sustitución por amplios acuerdos plurales como mejor forma de resolver los problemas actuales de nuestro país. Demasiadas veces hemos dicho que los políticos españoles no eran capaces de encontrar respuesta a problemas esenciales como educación, empleo o la convivencia, precisamente porque habían renunciado a la única vía de solución para los mismos, que no era otra que el consenso en reformas que no podían cambiarse cuando cambiase el Gobierno. Pues bien, hasta ahora, dos fuerzas políticas centrales han intentado esa nueva vía del acuerdo y, otras dos, situadas en los extremos, han conseguido vetarla desde presupuestos de vieja política, para seguir con lo mismo que no ha funcionado hasta ahora: la confrontación sectaria.
Si tuviéramos que buscar antecedentes a la excepcional situación actual, tendríamos que irnos a aquella legislatura de 1977 donde un Gobierno minoritario presidido por Suárez, para desarrollar la democracia tras el franquismo, puso en marcha un proceso de negociaciones con todos los partidos del arco parlamentario (el PCE de Carrillo, como la AP de Fraga) que dieron como resultado los Pactos de la Moncloa y la Constitución. Entonces, igual que ahora, nadie pretende que nadie renuncie a sus principios o a su ideología. Pero la situación hace imprescindible que se anteponga el interés general sobre el de partido y se encuentre, dialogando, esos puntos de acuerdo donde una amplia mayoría de ciudadanos pueda sentirse representada. Pactar, entonces como ahora, representa sumar, todo lo contrario de ceder, que es restar.
Con el resultado electoral del 20-D, los españoles dijeron dos cosas claras: queremos que Rajoy y el PP no sigan en la Moncloa (por eso le quitamos la mayoría suficiente) y queremos que eso se consiga mediante acuerdos entre las fuerzas políticas que representan ese cambio (por eso tampoco damos mayorías alternativas de bloques). Por tanto, en esta coyuntura, impulsar el cambio en España, de verdad y no desde la retórica de mitin o de plató, exige buscar puntos de encuentro comunes, exige una concepción transversal de la política. ¿Alguien se imagina que, por ejemplo, la Constitución se pueda reformar para modificar el encaje de Cataluña o para incluir los derechos sociales sin un amplio consenso? ¿Propugna alguien la vuelta al turnismo del siglo XIX español, donde cada vez que cambiaba el partido de gobierno se cambiaba la Constitución?
Desde esa perspectiva, para el PSOE, convertido en el partido central del escenario porque todas las soluciones pasan por él, ni pactar una continuidad de Rajoy o del PP, ni poner el Gobierno de España en manos de quienes quieren, precisamente a cambio, romper España, han sido, son, ni serán opciones viables, ni acordes con las necesidades, ni con el mandato de las urnas.
Los ciudadanos han querido que el acuerdo plural, otra “pasada por el consenso”, sea la única opción de cambio posible hoy en España. Y conseguirlo requiere muchos días y algunas noches de debates y negociaciones sinceros que, lamentablemente, no ha sido posibles realizar con todos. No lo ha sido con el PP, a pesar de los amagos publicitarios que haga, porque la propia esencia del concepto cambio lo hace imposible. Pero tampoco lo ha sido con Podemos, que tardó en levantarse menos que en sentarse, porque siempre entendió que negociar era que los demás aceptáramos sus condiciones (con, o sin cesiones unilaterales) y porque en todo momento antepuso su presencia en el Gobierno por delante de cualquier otro asunto de programa, es decir, sus intereses partidistas, por delante de los problemas de los ciudadanos. ¿Cuántos de los que han oído hablar hasta la saciedad del “gobierno a la valenciana” recuerdan alguna propuesta programática de Podemos?
Si vamos de nuevo a las urnas, los ciudadanos tendrán que tomar nota de que dos partidos han intentado ofrecer soluciones desde una nueva política de diálogo, negociación y pacto, mientras que otros dos se han enrocado en la vieja política de la confrontación, la intransigencia, la prepotencia y el reproche, consiguiendo en la práctica una pinza de intereses comunes que ha hecho imposible el cambio. De momento.